Pocas cuestiones tensan tanto la cuerda en las relaciones laborales como el uso del crédito horario sindical. Durante años, ha operado como un terreno donde el control era más una excepción que una regla. Se reconocía. Se usaba y se asumía, sin apenas mecanismos de seguimiento por parte de las empresas. Esta dinámica ha creado una percepción muy asentada: que las horas sindicales son una especie de “zona libre”, al margen de todo deber de justificación.
Sin embargo, dos recientes sentencias del Tribunal Supremo han roto ese esquema de manera clara.
La primera, dictada el 11 de junio de 2024 (recurso 472/2021), parte de un escenario habitual: la empresa, tras años sin pedir explicaciones, comunica a sus representantes sindicales que, a partir de ese momento, deberán indicar de forma genérica a qué se destinan el crédito horario. No se trata de revelar estrategias, actas ni contenidos sensibles. Basta con señalar si las horas se han usado para asistir a una reunión sindical, un congreso, una actividad formativa o similar.
La respuesta de la representación legal de los trabajadores, sin embargo, no concreta nada. Se limita a afirmar que el crédito horario se ha empleado “en el ejercicio de funciones sindicales al amparo de la libertad sindical”. La empresa decide permitir el disfrute de las horas, pero no abona su importe al considerar que no se ha cumplido con la mínima obligación de justificar su uso.
La cuestión llega al Tribunal Supremo, y la respuesta no deja lugar a dudas: la actuación empresarial es válida y no vulnera la libertad sindical. La exigencia de una justificación genérica no se considera injerencia, sino una medida proporcionada de que busca introducir transparencia en el uso del tiempo de trabajo retribuido. Según el Tribunal, este tipo de control no obliga a desvelar decisiones internas del sindicato, no compromete su estrategia ni su funcionamiento, y por tanto no afecta al núcleo esencial del derecho de libertad sindical.
La segunda sentencia, dictada el 18 de septiembre de 2025 (recurso 212/2023), va un paso más allá. En este caso, la empresa había establecido una obligación de justificación genérica para todos los representantes. Todos la cumplían, salvo los delegados de un sindicato concreto, que se negaron sistemáticamente a facilitar cualquier información. Ante esa negativa, la empresa decidió abrir expedientes disciplinarios.
La cuestión planteada ante el Supremo es aún más delicada: ¿puede una empresa reaccionar disciplinariamente frente a quienes no justifican el uso del crédito horario? El Tribunal responde que sí, pero matiza. La medida empresarial es válida porque era conocida, razonable, uniforme y proporcionada. Sin embargo, advierte de que el crédito horario sigue estando amparado por una presunción de uso correcto. Por tanto, sancionar únicamente por la falta de justificación, sin más elementos que apunten a un abuso, podría considerarse desproporcionado.
Con estas dos resoluciones, el Tribunal Supremo reformula los límites del crédito horario. Desde ese momento, deja de existir el silencio absoluto. La empresa puede, y en determinados casos debe, exigir una explicación mínima. Puede organizar un sistema interno de control, establecer procedimientos de comunicación previa o posterior, y conservar registros para acreditar la gestión adecuada de este hecho.
Ahora bien, también fija límites claros. La empresa no puede exigir detalles internos ni utilizar la justificación como coartada para fiscalizar la vida sindical. Tampoco puede aplicar sanciones automáticas. El control debe ser razonable, respetuoso con la autonomía sindical y aplicado con objetividad, sin distinciones entre sindicatos.
Desde la perspectiva de los representantes de los trabajadores, el escenario también cambia de forma relevante. Negarse de forma sistemática a justificar el uso del crédito horario deja de ser una postura jurídicamente segura. La jurisprudencia actual exige una mínima transparencia. Esa justificación genérica, bien utilizada, puede ser una forma de reforzar la propia legitimidad sindical, frente a una empresa que, en caso de conflicto, debe demostrar que actuó conforme a criterios razonables y proporcionales.
Esta nueva doctrina no puede entenderse como una victoria de una parte sobre la otra. Se trata más bien de una respuesta a una necesidad real: las empresas pedían seguridad jurídica para poder controlar, al menos en parte, un tiempo retribuido cuyo destino desconocían; y los sindicatos, a su vez, pedían garantías frente a cualquier intento de control excesivo. El Tribunal Supremo ha intentado ofrecer una solución intermedia: sí al control, pero con matices; sí a la transparencia, pero sin desnaturalizar la función representativa.
Las consecuencias prácticas son claras. Las empresas que decidan aplicar este criterio deberán hacerlo de forma sistemática y sin discriminación. Será necesario establecer procedimientos claros, determinar a quién corresponde comunicar el uso del crédito, cuándo debe hacerse y con qué grado de detalle. Y lo más importante: deberán aplicar esos protocolos con rigor, evitando que el control se convierta en una herramienta de presión encubierta.
Este cambio de paradigma abre muchas preguntas. ¿Se utilizará la doctrina del Supremo para reducir la conflictividad laboral o será el origen de nuevos litigios? ¿Se profesionalizará la gestión del crédito horario o se mantendrá viejos hábitos hasta que intervengan los tribunales? ¿Lograrán las empresas utilizar estas herramientas con la prudencia que exige el Tribunal Supremo o correrán el riesgo de desbordar sus propios límites?
El tiempo y la práctica dirán. Pero lo que está claro es que las horas sindicales han dejado de ser un espacio inmune. Siguen siendo una garantía de participación, pero ya no pueden gestionarse desde el silencio o la opacidad.








