Todos hemos sido jóvenes y recordamos, el que más y el que menos, a nuestros padres avisarnos nada más pasar Navidad de que el verano estaba cerca y debíamos empezar a estudiar si no queríamos que la cosa se complicara. Recibíamos multitud de mensajes a los que, básicamente, no solíamos hacer caso. Pasábamos unas Fallas impresionantes y luego volvíamos a ver a los amigos de veraneo en Pascua. Hablo de aquella etapa de nuestra vida en la que todo nos parecía idílico.

Pero el lunes de San Vicente llegaba y este hermoso sueño finalizaba de repente. La buena vida acababa sin saber muy bien cómo y nos enfrentábamos a un calendario realmente corto para tener que estudiar lo que habíamos ido dejando de lado por vivir la vida fácil. Y, cómo no, se nos agriaba el carácter, puesto que no podíamos echarle la culpa a nadie de nuestra desidia.

Pues bien, la forma de actuar de gobiernos y ciudadanos me está recordando a esos días. Llevamos varios meses con síntomas evidentes o, como diríamos los economistas, indicadores adelantados de una espiral inflacionista que, inequívocamente, ira acompañada de una subida de tipos.

El Banco Central Europeo (BCE) aprobará el 21 de julio de este maldito año una subida de los tipos de interés de, cuanto menos, 25 puntos básicos, en paralelo a la subida de 0,75 puntos aprobada por la Reserva Federal de los Estados Unidos, la mayor en 25 años.

Se pretende así frenar el aumento de la inflación que, en un principio, se nos dijo que era coyuntural, originada principalmente por el encarecimiento de la energía y las materias primas debido, entre otros factores, al impacto de la guerra de Ucrania.

Desgraciadamente pensamos que esta no será la última subida, puesto que las expectativas de inflación siguen siendo altas. Si a esto le añadimos que el crecimiento de la economía se está ralentizando, nos podríamos encontrar en uno de los peores escenarios económicos posibles; esto es, inflación alta y crecimiento bajo o nulo, por lo que empezaríamos a hablar de la temible estanflación, preludio de una recesión a gran escala.

Solo nos queda por añadir a la coctelera el impacto inflacionista de un euro débil. Nuestra moneda en paridad con el dólar era algo que no veíamos desde 2002, hace veinte años y antes de la crisis económica del 2008. Las previsiones apuntan una mayor caída. El euro tiene demasiados factores en contra: la guerra, la crisis energética, la inflación… estamos pagando la factura de las sanciones a Rusia. Un euro débil no ayuda a bajar la inflación, más bien al contrario.

Este escenario se agrava en el caso de España, donde el nivel de deuda pública es uno de los más altos en el entorno europeo, junto con Italia, Grecia y nuestros vecinos franceses. Debemos más dinero que el importe de nuestro producto interior bruto. Cada punto de subida de los tipos de interés nos cuesta 8.000 millones de euros, que acaban irremediablemente fuera de nuestro país.

Muchos hogares lo van a notar en sus bolsillos, especialmente los que se encuentren endeudados. El aumento de los costes financieros de préstamos a tipo variable ya se está trasladando a los bolsillos de empresas y particulares. Se estima que una hipoteca media que se revise ahora se encarecerá en unos 800 euros anuales. También se está encareciendo ya la financiación a tipo fijo, difícil de encontrar por debajo del 2%.

Adicionalmente, el pacto de rentas que se pretende consensuar de forma urgente entre agentes sociales y Gobierno supondrá que los sueldos aumenten por debajo de la inflación, lo que provocará una pérdida del poder adquisitivo de los hogares.

Las empresas no lo tienen mejor. Unos tipos de interés bajos habían facilitado hasta el momento la recuperación, pues se disponía de un fácil acceso a la liquidez para llevar a cabo proyectos e inversiones. La subida de tipos, la devolución de los créditos ICO y el hecho de que el 99,8% de las empresas en España sean pymes complicará el acceso a la financiación.

Parece que estamos en el inicio de otra tormenta perfecta: inflación desbocada, aumento de tipos de interés, moneda débil, niveles de deuda pública desorbitados, aumento de costes de financiación y de producción, pérdida de poder adquisitivo de empresas y familias, contracción del consumo y de la inversión. Justo como aquel día después de las Pascuas, cuando nos veíamos con todo por hacer y sentíamos el vértigo que provoca en el estómago la caída libre… si hubiéramos hecho los deberes… Esta vez, se nos acabará el verano, y como nos pasaba cuando éramos estudiantes, vendrá septiembre y al ver el panorama, comenzará a agriársenos el carácter.