Por Álvaro Palma Monteagudo.
Desde hace unos años, hemos sido protagonistas en un escenario insólito en los juzgados y tribunales de toda España. Salas de espera abarrotadas de letrados, procuradores y partes. Negociaciones de última hora. Jueces de apoyo, ya especialistas en la materia, resolviendo una y otra vez sobre las mismas cuestiones. Y así, hasta encontrarnos con una justicia que, pese a estar completamente desbordada, ha sabido dar respuestas eficientes y adecuadas en materia de derecho bancario a pesar de unas dificultades más que palpables.
Los tribunales, en muchas ocasiones, han tenido que interpretar una regulación insuficiente y tomar decisiones basadas en lo que consideraban más justo para la parte afectada. Es decir, la insuficiencia de medios humanos se ha sumado a la carencia de herramientas técnicas como consecuencia de un panorama que ha avanzado a mayor velocidad que lo han hecho los legisladores y técnicos. Y es aquí donde los jueces han jugado un papel imprescindible digno de reconocimiento, quizá no tanto como para aseverar que hayan removido conciencias, pero sí para dar un toque de atención a las instituciones en pro de la dotación de medios técnicos sólidos de resolución de conflictos.
Desde luego estamos hablando del derecho bancario en todas sus facetas. Y no podemos referirnos a esta materia sin hacerlo a la vez de la conocida directiva MIFID que llegó a nuestras vidas a finales de 2007 y vino para establecer un mínimo de orden en el proceder de las entidades de crédito, que hasta entonces, actuaban libremente con respecto de sus clientes (quizá porque nadie les dijo donde se encontraban los límites), tal y como han fallado reiteradamente los tribunales.
Dicha directiva llegó en un panorama de agitación económico-social y permitió a los tribunales interpretar de una forma más extensiva hasta donde alcanzaba la información que recibían los clientes de las entidades de crédito (o la falta de información), como y de qué modo se producían los incumplimientos contractuales y como dicho proceder generaba en el consumidor un vicio en el consentimiento derivado del error, por no saber qué hacía exactamente con su dinero o pensar que iba a un lugar seguro cuando no era así. Una posición de superioridad de las entidades que poco a poco dirigía de un modo más evidente la voluntad del consumidor.
Ahora, en un escenario todavía de crisis económica y de mercado, pero a diferencia de para con la anterior regulación, de relativa calma, llega la versión mejorada de la MIFID, conocida como MIFID II o Directiva 2014/65/EU y cuyo origen, reiteramos, la encontramos en la litigación bancaria. Con ella, se pretende dotar a todos los actores de este tipo de negocios jurídicos, de límites y, también, de las consecuencias que existen si son traspasados. Y esto no es otra cosa que establecer medios técnicos que permitan prever determinadas situaciones jurídicas, así como establecer las consecuencias en caso de incumplimiento por alguna de las partes, previendo por tanto una resolución efectiva del conflicto sin dejar recaer toda la responsabilidad en los juzgados y tribunales.
Aunque resulte extraña la siguiente afirmación, los primeros interesados en dicha regulación son, sin duda alguna, las entidades de crédito, cuya actividad, de una forma sintetizada, no es otra que recibir del cliente depósitos u otros fondos reembolsables y en conceder créditos. Son ellas quienes necesitan un código de control más estricto para actuar bajo unas reglas de legalidad y proporcionalidad mediante las que el consumidor quede completamente protegido, para recuperar la confianza y reputación que perdieron con las prácticas abusivas de estos últimos años.
El interés es de las entidades de crédito, eso es cierto, pero la finalidad es, sin duda alguna, la protección del inversor. No podría entenderse de otro modo. Y el núcleo va a estar ahora en la mayor precisión en cuestiones que ya han estado debatidas, como son el análisis de la idoneidad y la conveniencia. El epicentro desde el punto de vista de la comercialización lo vamos a encontrar en los artículos 24 y 25 de dicha directiva, que precisan los criterios a los que deben ajustarse dichos test, pues no bastará ahora con tres preguntas sobre cuestiones genéricas. Ahora es determinante una advertencia que irrumpe de lleno: no puede colocarse un producto a alguien que no domine la materia y no puede colocarse un producto a alguien cuya renta sea decisiva para su adquisición. Del mismo modo, será determinante si estamos ante un perfil minorista, un perfil moderado o un perfil profesional.
Para las entidades, comercializar instrumentos es una alternativa de negocio esencial, pero el marco normativo va a cambiar y deben estar preparadas para más inversiones y más complejas. Era necesario para todos los actores disponer de una normativa que proteja, a ambos, en la conformación de este tipo de negocios jurídicos.
De momento, esperaremos hasta el 3 de enero de 2018, fecha de la entrada en vigor del nuevo marco normativo sobre mercados e instrumentos financieros, basado en la directiva MIFID II y el reglamento MIFIR, que tendremos ocasión de analizar más detenidamente una vez conozcamos su alcance y los cambios esenciales que se van a ir sucediendo.